lunes, 23 de enero de 2012

Tirando la comida

Noticia de la semana pasada: un informe de la Comisión Europea revela que los europeos tiramos al año a la basura 179 kilos de productos alimenticios en perfecto estado de consumo. Y en total el 50% de los productos sanos y comestibles que se comercializan en la Unión se pierden en el proceso que va desde su producción al cubo de basura.

A más de uno estos datos le habrán dejado sobrecogido como a nosotros. Primero porque, al menos los que nos criamos en los ochenta, teníamos madres muy concienciadas con no tirar la comida a la basura. Así que cuando oímos la noticia tuvimos un reflejo condicionado y deseamos que una gran madre europea nos echara una merecida bronca a todos. Es como descubrir que suspendemos en jardín de infancia.

Los motivos de este fenómeno son muy variados y como tantas cosas ilógicas de nuestro tiempo está siendo sometido a un sesudo análisis por parte de expertos. Algunos de los motivos ya identificados tienen que ver con factores muy objetivos como la imprecisión de las referencias en cuanto a tiempos de consumo o las deficiencias de los formatos que ofrecen más producto del necesario para el consumo no familiar. Aquí podéis encontrar un informe preliminar al presentado esta semana en el parlamento que detalla muchas de las causas detectadas.

Sin embargo, nosotros nos detenemos posiblemente en la más abisal de todas: la infravaloración de la comida. En un contexto de abundancia de alimentos y precios asequibles, la comida es para muchos europeos la última de sus preocupaciones. Y así nos encontramos una vez más con las dificultades humanas para otorgar valor a las cosas si no cuentan con una traducción monetaria del mismo. Dicho de otro modo, si no duele al bolsillo no duele ni al intelecto ni al corazón. Y no lo decimos nosotros, una rápida búsqueda sobre pricing nos lleva a las 9 reglas para fijar precios del experto Reed Holden, autor de The Strategy and Tactics of Pricing. Ninguna de ellas dice que al consumidor le importen las consecuencias de su compra ni en la vida de los otros ni en el medio ambiente.

Obviamente no todo el mundo se rige por esa sensibilidad (como muestra el movimiento Freegan) pero la abrumadora mayoría sí, y tal percepción hace muy difícil evitar el impacto social y ambiental de muchos de nuestros comportamientos.  

Nuestro acceso a recursos básicos a un bajo coste y en abundancia está muy comprometido y lo sabemos, pero no somos capaces de actuar en consecuencia.

Y en términos morales ocurre igual nuestro exceso  o nuestra incapacidad para compartir nuestros recursos condena a millones de persona pero no somos capaces de actuar en consecuencia. La Europa de los 27 acoge a 502.503.966 personas según Eurostat, tiramos la mitad de la comida que producimos y con la que consumimos estamos mejor alimentados que la inmensa mayoría del planeta. Si diéramos nuestra basura podríamos alimentar por lo menos a otros 500 millones de seres humanos ¿no? Tal vez a algunos en el Cuerno de África….

En esta era que transitamos convivimos y conviviremos cada vez de forma más intensa con las consecuencias de nuestros actos como consumidores porque al fin hemos descubierto que están íntimamente relacionados con el bienestar de otros seres humanos y el equilibrio del mundo natural al que pertenecemos. Sin embargo, aún no sabemos procesar esta información y reaccionar, aunque de ello pueda depender tanto.

Entonces ¿qué? ¿Somos malvados, necios o incapaces? No lo creemos.

Tal y como dijimos hace meses en un artículo que publicamos en Ethic, creemos que nos encontramos ante un nuevo límite de nuestras capacidades. Una frontera que debemos superar para evolucionar hacia una concepción más amplia de lo que requiere compartir este planeta y convivir como especie.

Cuestión que daría, por lo menos, para un programa de Punset.


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